El
estado surge como una necesidad que tienen las naciones para convivir en paz y
armonía entre sus habitantes dentro y en relación con las demás naciones. El
estado determina unas políticas que tienen como objetivo común lograr el
bienestar común de la sociedad. Para lograr este objetivo, el estado necesita
de elementos como las leyes y las instituciones políticas, los cuales
regulan o limitan la convivencia y las relaciones en la sociedad. “Las
leyes son normas, es decir, principios generales que señalan cuáles son las
conductas autorizadas o legítimas. Las llamamos normas jurídicas,
distinguiéndolas de otro tipo de normas (morales, prácticas), porque su
cumplimiento es obligatorio y porque suponen la existencia de un poder
coercitivo que castiga su inobservancia” (Rodríguez, 1994). Las leyes y las
instituciones políticas hacen parte del estado de derecho, el cual articula las
relaciones dentro de la sociedad y se encuentra estrechamente ligado a la
naturaleza del estado. En realidad, el derecho y la política van de la mano. Al
respecto, Rodríguez, citando a Norberto Bobbio, expresa: “[...]la relación
entre derecho y política se hace tan estrecha, que el derecho se considera como
el principal instrumento mediante el cual las fuerzas políticas que detentan el
poder dominante en una determinada sociedad ejercen su dominio.” Esto nos da la
idea de que en un estado de derecho las leyes, eventualmente, han de
cumplirse de manera coercitiva. Pero en el estado de derecho, las leyes no solo
priman sobre el albedrío de los hombres, sino que reconocen y garantizan las
libertades de los ciudadanos. Para conceptualizar lo que se conoce como estado
de derecho en la actualidad, hay que considerar los conceptos que dieron origen
a la formación del estado moderno en la Edad Media.
La
concepción medieval que existió Europa por mucho tiempo sobre las leyes
naturales o humanas consistía en el carácter de racionalidad plena, el cual
provenía de la voluntad divina. Cualquier tipo de orden existente en el mundo
provenía no de los hombres, sino de Dios. El derecho a gobernar se consideraba
entonces derecho divino. Fue en el siglo XVI, con la llegada del Renacimiento
que esta concepción de las leyes entró en crisis. Maquiavelo, en su obra “El
Príncipe”, criticó el hecho de que el soberano último en cuestiones políticas
había de ser Dios y no los hombres; propuso un carácter laico a las cuestiones
relativas al estado y dejó el camino abierto a la modernidad política. Esto
significó que a partir de entonces, las cuestiones que en la Edad Media eran
patrimonio exclusivo de Dios, ahora quedaban a discreción de los hombres en su
relación con el estado. El problema por resolver radicaba ahora en buscar
nuevos fundamentos que habrían de basarse únicamente en las acciones de los
hombres, para inspirar la creación de las leyes y el poder político.
Thomas
Hobbes, filósofo inglés del siglo XVII, tratando de justificar la obediencia
política de los súbditos al poder a un soberano diferente de los hombres,
propuso en su libro “El Leviatán”, un hipotético “estado de naturaleza”, en el
que los hombres son iguales en la medida en que tienen un derecho natural a
conservar su vida. Un estado de naturaleza ideal en donde los hombres viven sin
leyes con el riesgo a perder la vida en cualquier momento, en la ausencia de un
orden establecido por un poder político. Sin embargo, los hombres, teoriza
Hobbes, tienen el derecho de defenderse y son libres para vivir su vida
según su conveniencia; se autogobiernan y no tienen que obedecer a nadie más.
Los problemas se presentan cuando el hombre, al hacer uso de su libertad,
haciendo lo que le parezca, entra en choque con sus congéneres que también son
libres y soberanos. Entonces, pone en riesgo su vida y la de los demás. De tal
manera que los individuos han de renunciar a su ejercicio de su derecho natural
y convenir en obedecer a un soberano a quien autorizan a aplicar el orden y a
garantizar la paz y defender de la vida de cada uno. Aquí se crea un pacto en
el que todos los hombres están obligados a rendir obediencia y a respetar las
leyes del soberano en quien han delegado un poder para regir el estado. Según
Hobbes, Las leyes impuestas por el soberano no solo son legítimas, dado que se
originan de la voluntad de cada uno de los contratantes, sino que son garantía
plena de la defensa de la vida de todos. El soberano promulgará leyes justas
provenientes de la voluntad de cada uno de los contratantes; no legislará
atendiendo al mandato divino. La soberanía provendrá originalmente de la
voluntad de los individuos. Sin embargo, la teoría de Hobbes no permite que los
hombres conserven los derechos propios después del contrato social, con lo que,
de algún modo, termina justificando la concentración total del poder en una
sola persona. De ahí que Thomas Hobbes haya sido considerado defensor del
absolutismo.
Al
final del siglo XVII, el filósofo inglés John Locke replantearía la teoría del
contrato social, tomando como base la tesis de que la libertad individual es
irrenunciable, de que la voluntad individual original se conserva, y que los
ciudadanos además deben estar provistos del derecho de vigilar y controlar.
Igual que Hobbes, Locke parte de la idea del estado de naturaleza; con la
diferencia de que los derechos o libertades naturales están protegidos por el
principio de la razón, denominado ley natural. Según esta ley, los individuos
no atentarán contra la vida, propiedad y libertad de sus semejantes. El estado
de naturaleza será de mucha paz y tranquilidad. Los hombres podrán negociar,
relacionarse en los diferentes ámbitos de la vida. No habrá infractores del
orden impuesto por la razón. De existir individuos que contravengan la ley
natural, igualmente habrá individuos, quienes pudiendo ser las mismas víctimas,
y autorizados por la ley, castigarán a los transgresores. El riesgo existirá
que el castigo sobrepase la pena merecida y que haya desafueros, por lo que se
estaría violando la ley natural. Se desataría entonces un estado de guerra
donde todos estarían enfrentados entre sí. Ante este escenario posible, Locke
propone la autorización de un representante que pudiera ejercer de manera
imparcial la función de justicia. Un representante que pudiera garantizar la
defensa de los derechos irrenunciables de libertad, igualdad y propiedad. Se
crearía de esta forma instituciones de gobierno que establecerán leyes
legítimas derivadas de los principios de la ley natural. A diferencia de
Hobbes, no habrá un gobierno absoluto, sino un gobierno autorizado por la voluntad
de los individuos para mandar de manera justa, respetando y protegiendo los
derechos naturales. Existirá por lo menos dos instituciones de gobierno: una
que establecerá las leyes y otra que las ejecute. Locke propone entonces el
poder legislativo y el poder ejecutivo, los cuales serán ejercidos por
titulares diferentes para evitar la concentración de poder que pudiera poner en
riesgo la libertad de los ciudadanos. Además, Locke propone sea aplicado el
principio de la mayoría, que tiene que ver con las decisiones políticas que
requerirán el consentimiento de la mayoría de los individuos. Pero esta
mayoría encuentra un obstáculo en la sociedad liberal de John Locke. Si bien es
cierto que los derechos naturales eran aplicados a todos los hombres en general,
el liberalismo de Locke, inexplicablemente, excluye a la mayor parte de la
población, quienes por no poseer propiedad inmobiliaria no pueden participar en
política. Sin embargo, esta paradoja a la que se enfrenta Locke no opaca el
gran aporte que consiste en hacer justicia vinculada a la voluntad ciudadana y
al reconocimiento de ciertos derechos ciudadanos básicos.
A
mediados del siglo XVIII, el filósofo francés Juan Jacobo Rousseau hace un gran
aporte a la noción de soberanía ciudadana. Al igual que Hobbes y Locke,
Rousseau plantea la noción del estado de naturaleza y la organización política
de los ciudadanos. Para tal efecto, retoma el contrato social. Pero en el
contrato social de Rousseau no está planteada la renuncia y la delegación de la
libertad natural de los individuos. La idea es que los individuos, sin
renunciar a sus libertades, obedezcan a otros en asociación y a la vez se
obedezcan a sí mismos. Es decir, al renunciar los individuos a su libertad
natural y dejarla en manos de la sociedad que se forma y no a un individuo
particularmente, se recibirá de la misma sociedad la libertad que se ha cedido.
Esto va a significar que la soberanía no será delegada a ningún gobernante,
sino que la mantendrá la colectividad en general, creada por el contrato
social. El soberano ahora es el colectivo social que viene a ser el pueblo. En
este estado de cosas, la libertad natural no estará sometida al arbitrio de una
voluntad individual, sino que ahora la regirá la voluntad general de la
sociedad. Según Rousseau, producto del contrato social que integra las
libertades individuales, se conforma una voluntad general que desarrolla las
libertades naturales. Una voluntad general que busca el bien común para todos y
que se expresa en leyes que se originan por el acuerdo voluntario y compartido
de los ciudadanos.
Como
conclusión se puede afirmar que el estado de derecho, definido de manera muy
genérica, y considerando su evolución histórica, se ha formado sobre dos
columnas: una, los límites que se imponen a la acción de gobierno mediante las
leyes; y otra, el reconocimiento de derechos y libertades fundamentales de los
ciudadanos.
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